Vamos, Magdalaine, disfruta de los pequeños triunfos, los momentos fugaces de placer Recuerda las victorias. ¿ Por qué no puedo hacerlo? Es ridículo encontrarse tan impotente, tan sola. Un llanto. Es Elsbeth. Por, favor Josette, sácala de la cuna, abrázala con fuerza. Que mi amor fluya hacia ese cuerpo pequeño. Consuélala, protégela, ya que yo no puedo.

Cesó el llanto penetrante, airado de la recién nacida, y Magdalaine se calmó. Apoyó otra vez la cabeza en la almohada cubierta de encajes, y fijó la vista en las oscuras vigas de roble que veía arriba, sobre su cabeza. Lisbeth y Josette estaban allá arriba, en el cuarto de los niños. Estaban muy cerca, a unos minutos. Hacía tan poco tiempo hubiese podido correr escaleras arriba, con paso ligero y seguro, al escuchar el llanto de su pequeña.

No, no tan poco tiempo… hace siglos. Sólo conocerás mi tumba, hija mía. Sólo una placa grabada con el nombre de tu madre. Para ti, no seré más que una piedra gris y un nombre. Habrá una piedra sin vida aplastándome, amortajándome para siempre.

Magdalaine alzó la vista debilitada hacia el gran cuadro de marco dorado que representaba a Evesham Abbey, y que el último conde de Strafford había colgado, orgulloso, sobre el hogar. Como si estuviese en trance, los ojos fijos, clavó la mirada en la pintura, y se sintió como si estuviese de pie en el verde parque ondulado que rodeaba la mansión de ladrillos rojos. Los opulentos árboles de lima que flanqueaban el sendero de grava filtraban el sol radiante, protegiendo sus ojos, y los contornos de tejos y acebo eran tan nítidos que estaba segura de que podría tocarlos y hasta sentir la textura de las hojas si se estirase un poco. Recordó la primera vez que los vio con claridad, con tanta claridad. Y deseó no haberlos visto, no haber ido nunca a esa casa maldita, no haberse casado jamás con ese hombre, el hombre que, supuestamente, la había salvado, si bien sabía que eso era imposible. Sí, se había casado con él y había ido a esa casa, y ahora estaba pagándolo.



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