Angel no respondió. Se limitó a agarrar con fuerza el borde de la mesa para no caerse mientras notaba que el griterío de la selecta clientela del restaurante e incluso la voz de su ayudante se perdían en el vacío. Tenía la mirada fija en la plataforma que sostenía la televisión.

Stephen Whitney, el autodenominado «Artista del Corazón», había sido atropellado por un camión mientras paseaba al anochecer. No cabía duda de que había sido un accidente, pero el resultado era el mismo: estaba muerto. El funeral tendría lugar la semana siguiente en Carmel, California, donde el artista había vivido los últimos veinte años de su vida.

– Los veintitrés últimos años -susurró Angel, corrigiendo al presentador.

Los más beatos y todos aquellos que hacían gala de una actitud de superioridad moral se estaban ya lamentando por la pérdida de uno de los «visionarios más famosos de todo el país». Uno de ellos afirmó que Whitney no solo había celebrado el hogar y la familia con sus cuadros, sino también con la forma en que vivió su vida, y tanto la coral nacional de la Iglesia Baptista como el coro de los niños de Harlem habían prometido cantar en su funeral. Se decía que un miembro de la Casa Blanca estaba planeando asistir a las exequias y, en general, todo el mundo estaba «entristecido» y «atónito» por la trágica noticia.

Angel no sabía qué nombre darle a la ola de sensaciones que de repente se apoderaron de su cuerpo.

– Ahí está -le susurró su ayudante al oído-. La señora Marshall viene hacia aquí.

A pesar de la advertencia, a Angel le hizo falta recibir un codazo para volver su atención al presente y a lo que le estaban diciendo. San Francisco. Ça Va, restaurante de moda. Allí estaba ella como redactora de la revista West Coast, en busca de la reacción de Julie Marshall al hecho de que su jefe fuera un charlatán embaucador que había timado a gran cantidad de inversores mediante la clásica estafa piramidal.



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