Eloy M. Cebrián


Bajo La Fría Luz De Octubre

«Yo puedo regresar hasta vosotros,

porque se crece siempre en busca del pasado,

vuestra ciudad de aquel otoño

también me pertenece,

y vuestros sentimientos,

que dejasteis escritos a causa de una guerra».

Luis García Montero Del libro Habitaciones separadas


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Todos se empeñaban en decir que mi abuela María se había muerto. Sólo yo sabía que eso no era verdad. Porque la abuela seguía donde había estado siempre: sentada en su butaca, junto a la ventana, con la aguja de hacer ganchillo moviéndose veloz entre sus dedos y la madeja desliándose sobre su falda. Me decían que no, que eran imaginaciones mías, que a la pobre abuela María se la había llevado una pulmonía cuando yo todavía era muy pequeña. Y el caso es que yo me acordaba de un invierno terrible que cubrió los aleros de largos carámbanos que eran como dedos transparentes, y las calles de escarcha y de gorriones muertos de frío. Y también recordaba que algo muy triste había pasado aquel invierno. Un día, cuando me trajeron del colegio, encontré las habitaciones llenas de gente vestida de negro que suspiraba sin parar y bebía copitas de anís con cara compungida. Y de la habitación de mi abuela salía un runrún de voces de mujer que a veces interrumpía algún sollozo ahogado. La que lloraba era mi madre. Y mientras, mi tía dirigía el rezo del rosario, que por algo se llamaba Rosario ella también. Yo quise pasar y no me dejaron, pero el murmullo de los rezos y las conversaciones duró toda la noche. Al día siguiente me pusieron el vestido de los domingos y me llevaron a la parroquia de San Juan para oír misa, aunque no era domingo ni fiesta de guardar.



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