Y después todos formamos una especie de desfile y recorrimos muchas calles hasta llegar al cementerio, detrás de un carruaje negro tirado por dos caballos. Para mí fue muy divertido, porque era como participar en una procesión de Semana Santa, en las que no dejaban salir a mujeres y mucho menos a las niñas. Pero nadie más parecía estar disfrutando. Yo iba agarrada de la mano de mi padre. A veces lo miraba de reojo y lo veía tan triste que me daba miedo; él, que siempre se estaba riendo. Y mi madre y mí tía caminaban detrás tomadas del brazo, las dos con velo negro y el pañuelo muy apretado debajo de la nariz.

Hacía tanto frío que mi respiración salía formando una nube blanca. Recuerdo que me entretuve por el camino jugando a que fumaba, igual que mi padre. Y a ratos miraba hacia el suelo para verme los zapatos, que eran los azul marino con hebillas doradas que tanto me gustaban. Pero, ay, me apretaban un poco. Y al llegar a mi casa, después de tanto andar, tenía los pies hinchados y doloridos.

Al cabo de un rato mi padre me llevó a su despacho y me hizo sentarme en uno de los sillones, como a las visitas. Y me habló con gesto muy serio:

– Maruja, óyeme bien. Tu abuela se ha ido y ya no va a volver. Pero desde el Cielo va a seguir cuidando de ti.

De pronto entendí que mi abuela María se había muerto, y salí corriendo del despacho ahogándome en lágrimas e hipidos. Mi padre me llamaba, pero yo decidí buscar un sitio donde poder llorar a mi abuela en paz. Y se me ocurrió esconderme en su habitación, donde yo había pasado tantas horas con ella, viéndola hacer ganchillo y oyendo sus historias de cuando era niña y vivía en una aldea. De modo que recorrí el helado pasillo hasta el final de la casa y abrí la puerta del dormitorio. Y allí estaba ella, sentada junto a la ventana con su labor de ganchillo sobre el regazo.

– Pero, abuela -recuerdo que dije acercándome, sin sentir apenas sorpresa-, si usted se ha muerto.



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