Hacía tanto frío que mi respiración salía formando una nube blanca. Recuerdo que me entretuve por el camino jugando a que fumaba, igual que mi padre. Y a ratos miraba hacia el suelo para verme los zapatos, que eran los azul marino con hebillas doradas que tanto me gustaban. Pero, ay, me apretaban un poco. Y al llegar a mi casa, después de tanto andar, tenía los pies hinchados y doloridos.
Al cabo de un rato mi padre me llevó a su despacho y me hizo sentarme en uno de los sillones, como a las visitas. Y me habló con gesto muy serio:
– Maruja, óyeme bien. Tu abuela se ha ido y ya no va a volver. Pero desde el Cielo va a seguir cuidando de ti.
De pronto entendí que mi abuela María se había muerto, y salí corriendo del despacho ahogándome en lágrimas e hipidos. Mi padre me llamaba, pero yo decidí buscar un sitio donde poder llorar a mi abuela en paz. Y se me ocurrió esconderme en su habitación, donde yo había pasado tantas horas con ella, viéndola hacer ganchillo y oyendo sus historias de cuando era niña y vivía en una aldea. De modo que recorrí el helado pasillo hasta el final de la casa y abrí la puerta del dormitorio. Y allí estaba ella, sentada junto a la ventana con su labor de ganchillo sobre el regazo.
– Pero, abuela -recuerdo que dije acercándome, sin sentir apenas sorpresa-, si usted se ha muerto.